por JuanDeLezo » 04 Abr 2015, 20:55
Y llegamos a la última entrega de la magnífica saga de Chester Himes. Voy permitir que Juan Carlos Martini (parece ser que es un novelista, ensayista y crítico argentino), exponga aquí algo de su prólogo del libro:
La obra que presentamos hoy, Un ciego con una pistola, es más, mucho más que un escalofriante relato de acción protagonizado por negros que se enfrentan con las autoridades y con el poder blancos. Porque a partir de un punto geográfico —el cruce de la Séptima Avenida con la Calle 125—, hacia el cual convergen manifestantes del Black Power y de la Hermandad del Templo de Jesús Negro, frente a la mirada pasiva de un grupo de musulmanes negros, Chester Himes registra en su discurso literario el carácter compulsivo —policiaco— de la vida en el ghetto negro, narra las aventuras sin solución convencional de sus detectives Sepulturero Jones y Ataúd Johnson, y reúne las voces de todos sus hermanos negros en un texto estremecedor. Porque Un ciego con una pistola es el registro de los discursos de la negritud recluida en Harlem.
Las voces que suenan en esta novela, las costumbres que se describen, las miserias de las que da testimonio, no son disparatadas, ni arbitrarias, ni enfermizas. Su ritmo sincopado, febril, expansivo, es el ritmo de los discursos que se superponen en Harlem. Se trata, en Harlem, de otra violencia, de otra religiosidad, de otro fanatismo, de otra sexualidad, de otro orden, expresados ahora en discursos extraños al blanco. Se trata, en definitiva, de otra cultura, que no puede comprenderse, ni siquiera en las formas más obvias —criminales— de su resistencia y de su sublevación, tamizándolas a través de las pautas blancas convencionales de interpretación del mundo blanco.
Un ciego con una pistola es, por tanto, una enumeración, una plegaria, una maldición. Todo sucede en esta novela, o está implícito en ella. Y tal vez nada sea peor allí que en otro sitio. Sólo que la degradación se expresa con formas más brutales y sangrientas. Los buenos modales de la supuesta legalidad blanca no tienen lugar en Harlem, y su ley —desde la óptica del hombre blanco— es la ley de la jungla.
«Nos importa un rábano toda la burocracia. Queremos ir al meollo de la cuestión», afirma Sepulturero Jones. Y hay que comprender entonces que él puede ser un policía, pero antes es negro, y para él la burocracia, la ley, la autoridad, etc., no son más que basura blanca.
Un ciego con una pistola puede asombrar a los lectores tradicionales de literatura policíaca. Encontrarán en ella tanta o más violencia, crímenes, asesinatos y brutalidad que en las obras más destacadas del género en estos aspectos. Pero también encontrarán un lenguaje diferente: el de un mundo y una cultura cuya intimidad desconocemos. Allí, en Harlem, símbolo también de otra locura, no hay soluciones.
Juan Carlos Martini
Y yo voy a poner cómo empieza el libro:
Durante años, en la Calle 119 hubo un cartel colocado en la ventana frontal de una casa de ladrillos, antigua, desmantelada y de tres pisos, que anunciaba: «Funerales realizados». La casa, en los últimos cinco años, había sido declarada en ruinas, insegura para que la habitaran seres humanos. Los escalones de madera que conducían a la puerta principal, cuarteada y roñosa, estaban tan podridos que subir por ellos era como cruzar un río sobre el tronco de un árbol; los cimientos se desmoronaban, uno de los costados de la casa estaba hundido treinta centímetros por debajo del otro. Los aleros de hormigón de todas las ventanas superiores se habían caído y el constante desmoronamiento de ladrillos de la pared que daba a la calle constituía un verdadero peligro para los peatones. Casi todos los cristales de las ventanas estaban rotos y habían sido reemplazados con papel de envolver marrón; en el tejado se podían ver colgando los bordes del linóleo que años atrás había sido colocado allí para tapar una gotera. Nadie sabía cómo era por dentro, y a nadie le importaba. Si alguna vez se habían llevado a cabo los funerales, debió ocurrir en un tiempo anterior a la memoria de los que en aquel momento residían en aquella calle.
Las patrullas policiales pasaban a diario y miraban despreocupadamente la casa. A los policías no les interesaban los funerales. Los inspectores de edificios volvían la vista a otra parte. Los revisores del gas y de la electricidad nunca se detenían, pues no había ni gas ni electricidad. Pero todos en la calle habían visto a un número considerable de monjas negras, con el cabello muy corto, vestidas con pesados hábitos negros, yendo y viniendo a todas horas del día y de la noche, trepando por los escalones podridos como gatos sobre un tejado de zinc caliente. Los vecinos de color dedujeron que se trataba de un convento; y que estuviera en tan malas condiciones parecía perfectamente razonable, puesto que era obviamente un convento negro, y nadie jamás habría soñado que los católicos blancos actuaran de manera diferente con alguien que no fuera blanco.
Pero sólo a partir del día en que apareció en la ventana otro inocente cartel con la siguiente inscripción: «Se requieren mujeres fértiles, amantes de Dios», la gente comenzó a prestarle atención. Dos policías blancos, que habían patrullado la zona y que pasaban junto a la casa cada día del año, pasaron de largo, como de costumbre. De pronto, el policía sentado al lado del conductor gritó:
—¡Eh, hombre! ¿Has visto lo mismo que yo?
El conductor clavó los frenos y retrocedió para poder mirar. Leyó: «Mujeres fértiles...». Fue lo único que alcanzó a ver.
Ambos pensaron lo mismo. ¿Qué querría hacer un convento de color con las «mujeres fértiles»? Las mujeres fértiles eran para los necios, no para Dios.
La gratitud en silencio no sirve a nadie. A ver si participamos más.