por JuanDeLezo » 06 Nov 2016, 08:35
Se podría pensar que tras la derrota de Alemania, Europa vivió un periodo inmediatamente posterior de entonaciones mea culperas, de amor al judío que quedó vivo y que todos arrimaban el hombro quitando cascotes de edificios para despejar calles y reutilizarlos para nuevas construcciones. Que gracias a eso y a la superación de odios étnicos se pudo realizar el milagro de la creación de una nueva Europa de nuevo próspera en un tiempo increíblemente corto… No, no, no, no. El milagro del resurgimiento de Europa, al igual que tras la "gran peste", no fue gracias al amor fraterno de quien quedó vivo, no.
INTRODUCCIÓN
Imaginemos un mundo sin instituciones. Es un mundo en el que las fronteras entre países parecen haberse disuelto, dejando un único paisaje infinito por donde la gente viaja buscando comunidades que ya no existen. Ya no hay gobiernos, ni a nivel nacional ni tan siquiera local. No hay escuelas ni universidades, ni bibliotecas ni archivos, ni acceso a ningún tipo de información. No hay cines ni teatros, ni desde luego televisión. La radio funciona de vez en cuando, pero la señal es remota, y casi siempre en una lengua extranjera. Nadie ha visto un periódico durante semanas. No hay trenes ni vehículos a motor, teléfonos ni telegramas, oficina de correos, comunicación de ningún tipo excepto la que se transmite a través del boca a boca.
No hay bancos, pero esto no constituye una gran adversidad porque el dinero ya no tiene ningún valor. No hay tiendas, porque nadie tiene nada que vender. Aquí nada se produce: las grandes fábricas y negocios que solía haber han sido destruidos o desmantelados como lo ha sido la mayoría de los edificios. No hay herramientas, guardad lo que se pueda extraer de los escombros. No hay comida.
La ley y el orden prácticamente no existen, porque no hay fuerzas policiales ni judiciales. En algunas zonas ya no parece haber un claro sentido de lo que está bien y lo que está mal. La gente coge lo que quiere sin tener en cuenta a quién pertenece —de hecho, el sentido de la propiedad en sí ha desaparecido en gran medida. Los bienes sólo pertenecen a aquellos lo bastante robustos para aferrarse a ellos y a los que están dispuestos a defenderlos con su vida. Hombres armados deambulan por las calles, cogiendo lo que quieren y amenazando a cualquiera que se interponga en su camino. Mujeres de todas las clases y edades se prostituyen a cambio de comida y protección. No hay vergüenza. No hay moralidad. Sólo la supervivencia.
A las generaciones modernas les cuesta imaginar que semejante mundo pueda existir fuera de la imaginación de los guionistas de Hollywood. Sin embargo, hoy día sigue habiendo cientos de miles de personas que padecieron exactamente estas condiciones —no en rincones remotos del globo, sino en el corazón de lo que se ha considerado durante décadas una de las regiones más estables y desarrolladas de la tierra. En 1944 y 1945, grandes fragmentos de Europa se quedaron en el caos, a la vez, durante meses. La Segunda Guerra Mundial —con mucho la guerra más destructiva de la historia— no sólo había destruido la infraestructura física, sino también las instituciones que mantenían unidos a los países. El sistema político se había desmoronado hasta tal punto que los observadores americanos advirtieron de la posibilidad de una guerra civil a escala europea. La fragmentación intencionada de las comunidades había sembrado una desconfianza irreversible entre vecinos, y la hambruna universal hizo intrascendente la moralidad personal. «Europa», afirmaba el New York Times en marzo de 1945, «está en una situación que ningún americano espera poder entender». Era «El nuevo continente negro».
El hecho de que Europa se las arreglara para salir de este fango, y luego pasar a convertirse en un continente próspero y tolerante, parece poco menos que un milagro. Rememorando la proeza de la reedificación que tuvo lugar —la reconstrucción de las carreteras, los ferrocarriles, las fábricas, hasta ciudades enteras— resulta tentador no ver más que progreso. El renacer político que aconteció en Occidente es asimismo impresionante, sobre todo la rehabilitación de Alemania que pasó de ser una nación paria a un miembro responsable de la familia europea en sólo unos pocos años. Durante los años de posguerra nació también un nuevo deseo de cooperación internacional que no sólo llevaría prosperidad, sino paz. Las décadas posteriores a 1945 han sido ensalzadas como el periodo más largo de paz internacional en Europa, sin excepción, desde los tiempos del Imperio romano.
En el periodo posterior a la guerra, oleadas de venganza y castigo inundaron todos los ámbitos de la vida europea. El territorio y los bienes de las naciones eran saqueados, los gobiernos y las instituciones sufrían depuraciones, y la percepción de lo que habían hecho durante la guerra aterrorizaba a comunidades enteras. Algunas de las peores venganzas se infligían a los individuos. La población civil alemana repartida por Europa fue golpeada, arrestada, utilizada como mano de obra esclava o sencillamente asesinada. Los soldados y los policías que habían colaborado con los nazis fueron arrestados y torturados. A las mujeres que se habían acostado con soldados alemanes las desnudaban, rapaban y paseaban por las calles cubiertas de brea. Millones de mujeres alemanas, húngaras y austríacas fueron violadas. Lejos de hacer borrón y cuenta nueva, los agravios entre comunidades y entre naciones, muchos de los cuales siguen vivos en la actualidad, se propagaron después de la guerra.
Tampoco el fin de la guerra significó el nacimiento de una nueva era de armonía étnica en Europa. De hecho, en algunas partes de Europa las tensiones étnicas empeoraron. Siguieron discriminando a los judíos, al igual que durante la guerra misma. Una vez más, por todas partes las minorías se convirtieron en objetivos políticos, y en algunas zonas ello condujo a atrocidades exactamente igual de repugnantes que las cometidas por los nazis. El periodo de posguerra contempló también el lógico final de los esfuerzos de los nazis por clasificar y segregar las distintas razas. Entre 1945 y 1947, decenas de millones de hombres, mujeres y niños fueron expulsados de sus países en unas de las mayores acciones de limpieza étnica que el mundo ha visto nunca. Este es un tema que los admiradores del «milagro europeo» rara vez discuten, y es más raro aún que comprendan: incluso los que están al tanto de las expulsiones de los alemanes saben poco de expulsiones similares de otras minorías a través del este de Europa. La diversidad cultural, que en otro tiempo fue una parte tan esencial del paisaje europeo antes e incluso durante la guerra, no recibió el golpe mortal final hasta después de terminada la misma.
El hecho de que la reconstrucción de Europa comenzara en medio de todos estos problemas la hace aún más notable. Pero del mismo modo que la guerra tardó mucho en finalizar, la reconstrucción tardó mucho en ponerse en marcha. La gente que vivía en medio de los escombros de las ciudades arrasadas de Europa estaba más preocupada por los pequeños detalles de la supervivencia cotidiana que por la restauración de los pilares de la sociedad. Estaban hambrientos, apesadumbrados y amargados por los años de sufrimiento que les habían hecho padecer —antes de que pudieran estar motivados para empezar a reconstruir, necesitaban tiempo para descargar su ira, reflexionar y lamentarse.
Las nuevas autoridades que estaban tomando posesión de sus cargos en toda Europa también necesitaban tiempo para establecerse. Su principal prioridad no era limpiar los escombros, o reparar las líneas del ferrocarril, o reabrir las fábricas, sino únicamente elegir representantes y ediles en cada comarca de sus países. Luego, estos ediles tenían que ganarse la confianza de la gente, la mayoría de la cual había aprendido en seis años de atrocidad organizada a tratar a todas las instituciones con una prudencia extrema. En semejantes circunstancias, la instauración de algún tipo de ley y orden, y menos aún cualquier reconstrucción física, era poco más que un sueño imposible. Sólo los organismos externos —los ejércitos aliados, las Naciones Unidas, la Cruz Roja— tenían la autoridad o los recursos humanos para intentar tales proezas. En ausencia de dichos organismos reinaba el caos.
La historia de Europa en el periodo inmediato de posguerra no es por lo tanto, y sobre todo, una de reconstrucción y rehabilitación, es en primer lugar una historia de la caída en la anarquía. Este libro, en cierto sentido, intenta lo imposible: describir el caos. Lo hará seleccionando diferentes elementos de ese caos e indicando de qué manera estaban enlazados por aspectos comunes.
Se empezará mostrando precisamente lo que se destruyó durante la guerra, tanto física como moralmente. Sólo si apreciamos en su totalidad lo que se perdió podemos entender los sucesos posteriores. La Parte II describe la oleada de venganza que se extendió por el continente y da a entender cómo se manipuló este fenómeno para lograr beneficios políticos. La venganza es un tema constante en este libro, y si queremos entender el ambiente de la Europa de posguerra es esencial comprender su lógica y los fines que perseguía. Las Partes III y IV exponen lo que ocurrió cuando esta venganza, y demás formas de violencia, se dejaba que se fueran de las manos. La limpieza étnica, la violencia política y la guerra civil resultante fueron algunos de los sucesos más trascendentales de la historia europea. Éstos fueron, en efecto, los últimos espasmos de la Segunda Guerra Mundial —y en muchos casos un nexo casi perfecto con el comienzo de la guerra fría. Por consiguiente, el libro abarca, grosso modo, los años 1944 a 1949.
La gratitud en silencio no sirve a nadie. A ver si participamos más.