por JuanDeLezo » 12 Mar 2017, 09:53
Lo que profetiza Mozart, unos meses antes de su muerte, cuando, al final de La Flauta Mágica, las tropas de Sarastro derrotan a las legiones de la Reina de la Noche en el templo del Sol, es la victoria de la «Ilustración» sobre el oscurantismo. Nos encontramos en 1791, la Revolución francesa acaba de estallar, pero el éxito de la «Ilustración» sigue siendo incierto.
Diez años más tarde, cuando por fin se estrena la obra de Mozart en París, el triunfo de las nuevas ideas parece más consolidado; pero, de entre el público que aplaudió La Flauta transformada en los Misterios de Isis, con libreto de Morel y arreglos de Lachnith, ¿cuántos espectadores reconocieron en Sarastro el rostro del general Bonaparte convertido en el Primer Cónsul de la República y el último baluarte de las conquistas revolucionarias?
Frente a los peligros interiores y exteriores que amenazaban sus intereses, la burguesía francesa siempre supo inventar a sus salvadores. Napoleón abrió la vía a Cavaignac, Luis Napoleón Bonaparte, Thiers, Pétain y De Gaulle. Y porque la virtud principal del burgués es la ingratitud, pero su defecto mayor es la falta de coraje, la separación entre el salvador y sus inventores desembocó la mayoría de las veces en una catástrofe nacional. El salvador carga generalmente con la responsabilidad de esta catástrofe. Se distingue en él, al cabo de algunos años, una tendencia suicida, de la que no se habría librado, de creer a Malraux, ni siquiera el propio De Gaulle. ¿Cansancio del poder? ¿Disgusto por el papel desempeñado? Llegado en circunstancias trágicas (golpe de Estado, revolución, derrota nacional), el salvador desaparece en una atmósfera apocalíptica. Otro salvador lo sustituirá, y el engranaje volverá a comenzar. Podemos ver en ello la consecuencia de la desaparición del principio de legitimidad, que era el fundamento de la vieja monarquía destruida en 1789.
Napoleón es el arquetipo de estos salvadores que jalonan la historia de Francia en los siglos XIX y XX.
La burguesía media, el campesinado acomodado y algunos hombres de negocios prevenidos habían sido los grandes beneficiarios de la Revolución. Unos y otros habían podido, gracias al dinero de que disponían en 1789, comprar los bienes nacionales, construir grandes fortunas terratenientes en una época en que se hundían los valores mobiliarios, y, al arrendar a los campesinos parcelarios, integrarlos a su clientela. Solo la alianza de la burguesía y el campesinado podía permitir terminar la Revolución bien en torno a un hombre, o bien en torno a un principio. Se encontró al hombre: Bonaparte. El principio ya era conocido: la propiedad. A Bonaparte le correspondía el mantenimiento de las ventajas adquiridas: la fijación de un punto de no retorno al pasado y la detención de la marcha hacia delante de esta revolución. Porque, como se ha subrayado a menudo, esta había tenido como resultado, en el seno de la burguesía y del campesinado, el empobrecimiento de los más pobres y el enriquecimiento de los más ricos. El cuarto estado, el proletariado urbano y rural, tenía que ser refrenado. Los enragés, más que Babeuf, demasiado teórico y demasiado barullero en la acción, habían mostrado que este proletariado estaba preparado para impugnar el principio —que se acababa de declarar «sagrado»— de la propiedad.
Bonaparte supo encontrar la forma de frenarlo: la guerra, que se desarrolló fuera del territorio nacional, absorbió las energías y las desvió hacia los campos de batalla. La escasez de brazos favoreció la subida de los salarios: se aseguró el abastecimiento de París sin graves fallos y el precio del pan se mantuvo en una tasa razonable. En resumen, en el pueblo, quienes se libraron de los horrores de Eylau y del Berezina tuvieron la sensación de una nueva edad de oro.
La burguesía podía darse por satisfecha: la guerra no castigaba a sus hijos gracias al sistema de reemplazos. No costaba nada, porque el vencedor le arrancaba enormes contribuciones al vencido. Y finalmente, le permitía cultivar a buen precio su chauvinismo (la palabra nació entonces) leyendo los boletines de la Grande Armée.
Pero la guerra tenía sus límites: las fronteras naturales de Francia. Al lanzarse, en Italia y en Alemania, a conquistas incesantes, ¿no estaba concitando Napoleón los rencores de Europa? ¿No acabaría Francia por sucumbir ante una coalición general de sus enemigos? ¿Y no perdería entonces las ventajas adquiridas por la Revolución? Talleyrand predicaba, después de las victorias, la moderación. Napoleón respondía alegando la necesidad de inmensas salidas comerciales para la industria. Más lúcidos, los manufactureros recordaban que la producción no era lo suficientemente fuerte como para subvenir ella sola a las necesidades de Europa. El mercado ruso, por ejemplo, era demasiado grande para que Francia pudiera sustituir enteramente a Inglaterra. Además, el Bloqueo Continental, base de la política exterior de Napoleón, arruinaba los puertos franceses.
El divorcio entre Napoleón y los brumarianos, aquellos que habían hecho Brumario y aquellos que lo habían aprobado en el plebiscito que siguió, puede ser fechado con precisión: 1808, el asunto de España. La distribución de las primeras coronas en el seno de la familia Bonaparte, en 1806, había disgustado un poco a los revolucionarios, pero ¿no era eso la continuación del sistema de las repúblicas-hermanas caro al Directorio? Los más inteligentes comprendieron que la reconstrucción de una nobleza no se haría durante mucho tiempo en su beneficio. El matrimonio de Napoleón y María Luisa les confirmó sus temores de un retorno al pasado. Al mismo tiempo, las operaciones de España, por primera vez, dejaban de dar beneficios. La guerra relámpago había pasado a mejor vida. D’Ivernois mostró que el estancamiento del ejército en la península Ibérica amenazaba con arruinar poco a poco a Francia. ¿Con qué provecho? Los notables nunca creyeron en la dinastía de los Napoleónidas: la prueba es el asunto Malet. La coronación no era más que una ceremonia destinada a normalizar el nuevo régimen ante los ojos de las monarquías europeas. Una dictadura de salvación pública en provecho de los pudientes de la Revolución: esa era la significación profunda de la fundación del Imperio. Por haberla olvidado y creer que iba a instaurar una nueva dinastía llamada a reinar sobre el continente, el «salvador» fue enviado a redactar sus Memorias. Santa Elena anunciaba Chislehurst, la Isla de Yeu y Colombey.
Fracasados los Bardos, tachada de los programas la ópera preferida de Napoleón, Rossini creyó que podía prolongar los refinamientos musicales del siglo XVIII, y restablecer a Mozart. Desdichadamente las monarquías ya eran constitucionales y las dinastías no tenían ningún porvenir. El autor de Guillermo Tell lo entendió en 1830 y se calló. En adelante, Meyerbeer y luego Offenbach estarían en el candelero. Aparecieron otros Sarastros, pero el encanto musical de la Flauta se había disipado. El primer salvador había sido también el más grande; sus seguidores solo fueron su caricatura.
Jean Tulard
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