Höss, Rudolf - Yo, comandante de Auschwitz

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Höss, Rudolf - Yo, comandante de Auschwitz

Notapor JuanDeLezo » 09 Jul 2016, 23:19

Yo, comandante de Auschwitz

Höss, Rudolf
Título: Yo, comandante de Auschwitz
Autor: Höss, Rudolf
ISBN: 9788466641890
Año de publicación: 2009
Primera edición: 1947
Título original: Kommandant in Auschwitz
Colección: No ficción
Prólogo: Primo Levi
Recomendado por: JuanDeLezo

Yo, comandante de Auschwitz es el autorretrato de uno de los personajes más monstruosos de todos los tiempos: Rudolf Höss, el hombre que seguramente más supo sobre el modo en que los nazis intentaron llevar a cabo la así llamada 'solución final'. Capturado por los ingleses al finalizar la guerra, se le ordenó escribir estas memorias, tarea con la que al parecer disfrutó y que acometió con la mayor sinceridad. Rudolf Höss (1900-1947) fue nombrado comandante del campo de Auschwitz, donde organizó los asesinatos en masa desde 1940 hasta finales de 1943. Al finalizar la guerra huyó disfrazado, pero la Policía Militar británica lo capturó en marzo de 1946, y fue conducido a Nüremberg. En el transcurso del juicio, los prisioneros supervivientes que testificaron contra él lo definieron como una persona acostumbrada a desenvolverse con frialdad. El 2 de abril de 1947 fue condenado a muerte, y se tomó la sentencia con aparente indiferencia. Lo ahorcaron en el antiguo campo de concentración de Auschwitz, días más tarde. Un libro clásico: el documento esencial para entender los campos de exterminio.

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Re: Höss, Rudolf - Yo, comandante de Auschwitz

Notapor JuanDeLezo » 09 Jul 2016, 23:21

De libro, dejaré que alguien mucho más conocedor que yo, nos cuente sus impresiones.


Por lo general, quien acepta escribir un prólogo lo hace porque el libro le parece hermoso: agradable de leer, de alto nivel literario, hasta el punto de suscitar simpatía o, al menos, admiración hacia quien lo ha escrito. Este libro provoca todo lo contrario. Está lleno de infamias contadas con una torpeza burocrática que perturba; su lectura oprime, su nivel literario es mediocre y su autor, a pesar de sus esfuerzos por defenderse, aparece tal cual es: un canalla estúpido, verboso, basto, engreído y, por momentos, manifiestamente falaz. Sin embargo, esta autobiografía del comandante de Auschwitz es uno de los libros más instructivos que se hayan publicado nunca, porque describe con precisión un itinerario humano que es, a su modo, ejemplar: en un clima distinto del que le tocó crecer, según toda previsión, Rudolf Höss se habría convertido en un gris funcionario del montón, respetuoso de la disciplina y amante del orden; como máximo, un trepador de ambiciones moderadas. En cambio, paso a paso se transformó en uno de los mayores criminales de la historia.
A nosotros, supervivientes de los Lager nacionalsocialistas, a menudo se nos hace una pregunta sintomática, en especial por parte de los jóvenes: ¿cómo eran, quiénes eran «los del otro lado»? ¿Es posible que todos fuesen unos malvados, que en sus ojos nunca se avistase un brillo de humanidad? El libro responde a esta pregunta de manera exhaustiva: muestra con qué facilidad el bien puede ceder al mal, ser asediado por éste y, finalmente, sumergido, para sobrevivir en pequeñas islas grotescas: una vida familiar ordenada, el amor a la naturaleza y un moralismo Victoriano. Justamente porque su autor es inculto no se puede sospechar una colosal y sabia falsificación de la historia: no habría sido capaz de ello. Por el contrario, en sus páginas afloran evocaciones mecánicas de la retórica nazi, grandes y pequeños embustes, esfuerzos de autojustificación, tentativas de embellecimiento, pero tan ingenuos y transparentes que hasta el lector más desprevenido no tiene dificultades para identificarlos: resaltan en el tejido del relato como moscas en la leche.
En resumen, el libro es una autobiografía esencialmente verídica, y es la autobiografía de un hombre que no era un monstruo o se convirtió en tal, ni siquiera en el apogeo de su carrera, cuando por orden suya se mataba en Auschwitz a miles de inocentes al día. Intento decir que se le puede creer cuando afirma que nunca ha disfrutado al infligir dolor y al matar: no ha sido un sádico, no tiene nada de satánico (algunos rasgos satánicos se perciben, en cambio, en el retrato que traza de Eichmann, su amigo y par: pero Eichmann era mucho más inteligente que Höss, y se tiene la impresión de que éste tomó por buenos ciertos alardes de aquél que no resisten un análisis serio). Fue uno de los máximos criminales que jamás hayan existido, pero en esencia de no era distinto de cualquier otro burgués de cualquier otro país; su culpa, no escrita en su código genético ni en el hecho de haber nacido alemán, reside en el hecho de no haber sabido resistir a la presión que un ambiente violento ejercía sobre él ya antes del ascenso de Hitler al poder.
Si queremos ser sinceros hemos de admitir que el joven empieza mal. Su padre, comerciante, es un «católico fanático» (pero cuidado: en el vocabulario de Höss, y en la terminología nazi en general, este adjetivo tiene siempre una connotación positiva), quiere hacer de él un sacerdote, pero al mismo tiempo lo somete a una rígida educación de tipo militar: no se hace ningún caso de sus inclinaciones y tendencias. Es comprensible, pues, que no sienta afecto hacia sus padres y que crezca huraño e introvertido. Pronto queda huérfano, atraviesa una crisis religiosa y, ante el estallido de la Gran Guerra, no vacila: su universo moral ya está reducido a una sola constelación: el Deber, la Patria, la Camaradería y el Valor. Parte como voluntario y lo arrojan, con diecisiete años, al salvaje frente iraquí; mata, es herido y siente que se ha convertido en un hombre, es decir, en un soldado: para él ambos términos son sinónimos.
La guerra es (siempre, pero en especial en la Alemania derrotada y humillada) una pésima escuela. Höss ni siquiera intenta reinsertarse en la vida normal; en el clima terrible de la posguerra alemana, se alista en uno de los tantos cuerpos de voluntarios con tareas esencialmente represivas, se ve envuelto en un asesinato político y es condenado a diez años de prisión. El régimen carcelario es duro, pero se adapta a él: no es un rebelde, la disciplina y el orden le gustan. También le gusta la expiación: es un preso modélico. Revela buenos sentimientos: había aceptado la violencia de la guerra porque obedecía a una orden impartida por la Autoridad, pero rechaza la violencia de sus compañeros de prisión, porque es espontánea. Ésta será una de sus constantes: el orden es necesario, en todo; las directivas deben venir de arriba, son por definición buenas y deben ejecutarse sin discusión, pero de manera consciente; la iniciativa sólo se admite cuando contribuye a un cumplimiento más eficaz de las órdenes. La amistad, el amor y el sexo le resultan sospechosos; Höss es un hombre solo.
Al cabo de seis años es amnistiado; encuentra trabajo en una comunidad agrícola, se casa, pero admite que nunca logró comunicarse íntimamente, ni entonces ni después, cuando más lo habría necesitado, con su mujer. Éste es el momento en que la trampa se abre bajo sus pies: le ofrecen entrar en las SS y acepta, atraído por la perspectiva «de un rápido ascenso» y «las ventajas materiales que ello implicaba». Es también éste el momento en que cuenta al lector el primer embuste: «Cuando Himmler me invitó a formar parte de las SS como miembro del cuerpo de guardia de un campo de concentración, yo no tenía la menor idea de lo que aquello significaba; incluso era incapaz de imaginarlo». Venga, comandante Höss, para mentir se requiere más agilidad mental: es 1934, Hitler ya está en el poder y siempre ha hablado claro; el término Lager, en su nueva acepción, es muy conocido, pocos saben exactamente qué ocurre allí, pero nadie ignora que son lugares de terror y pesadilla, sobre todo, si uno pertenece a las SS. El «concepto» no es en absoluto «desconocido», ya es cínicamente explotado por la propaganda del régimen: «Si no te comportas como es debido, acabas en el Lager» es una frase casi proverbial.
En efecto, su carrera es rápida. Su experiencia carcelaria no ha sido inútil, sus superiores no se equivocan al ver en él a un especialista, y rechazan sus tibias solicitudes para que le permitan reemprender su carrera militar: tanto da servir en un lugar como en otro, el enemigo está en todas partes, en las fronteras y en el interior; Höss no debe sentirse disminuido. De modo que acepta, pues si su deber es hacer de verdugo, hará de verdugo con toda la diligencia posible: «Debo confesar que cumplí con mi deber de manera puntillosa [...] he sido severo con los prisioneros y, a veces, incluso duro». Que fue duro, nadie lo duda; pero que detrás de su «máscara de piedra» se escondía un corazón dolorido, como afirma, es una mentira no sólo indecente, sino pueril.
No es mentira, en cambio, su reiterada afirmación de que una vez dentro del engranaje era difícil salirse de él. Desde luego, no se corría riesgo de muerte ni de un castigo severo, pero era objetivamente difícil tomar distancia. La milicia en las SS comprendía una «reeducación» tan hábil como intensiva que halagaba la ambición de los adeptos, quienes, en general incultos, frustrados y parias, se sentían revalorizados y exaltados. El uniforme era elegante y la paga buena; los poderes, casi ilimitados; la impunidad garantizada; hoy eran los dueños del país, y mañana (como rezaba uno de sus himnos), del mundo entero. Al estallar la Segunda Guerra Mundial, Höss ya es Schutzhaftlagerführer en Sachsenhausen, lo que no es poco, pero se merece un ascenso; acepta, con sorpresa y alegría, el nombramiento de comandante: se trata de un campo nuevo, aún en construcción, lejos de Alemania, cerca de una pequeña ciudad polaca llamada Auschwitz.
Es en verdad un experto, y lo digo sin ironía. En este punto, sus páginas se vuelven más animadas y sinceras: el Höss que escribe ya ha sido condenado a muerte por un tribunal polaco, y puesto que se trata de una decisión tomada por una autoridad debe aceptarse. Sin embargo, ello no es razón para renunciar a describir su hora más hermosa. Nos ofrece un verdadero tratado de urbanismo, sube al podio, su sabiduría no debe perderse, ni dispersarse su herencia; nos enseña cómo se planifica, construye y administra un campo de concentración para que funcione bien, reibungslos, aun a pesar de la ineptitud de los subordinados y la ceguera de los superiores, que le mandan más trenes llenos de prisioneros de los que el campo puede aceptar. ¿No es él el comandante? Pues que se las arregle. En este punto, Höss se torna épico: exige al lector admiración, alabanza y hasta conmiseración; fue un funcionario de una competencia y diligencia extraordinarias, lo ha sacrificado todo por su Lager, días y noches de reposo, afectos familiares. La inspección se muestra incomprensiva, no le manda los suministros que solicita, hasta el punto de que a él, funcionario modelo, atrapado entre las mandíbulas de la Autoridad, sólo le queda «robar el alambre de espino que necesitaba con urgencia... ¿No me habían dicho que debía arreglármelas como pudiese?».
Es menos convincente cuando se erige en maestro en sociología del Lager. Reprueba, con virtuoso disgusto, las luchas internas entre los prisioneros: esa gentuza no conoce el honor ni la solidaridad, las grandes virtudes del pueblo alemán; pero pocas líneas después se le escapa que «la propia administración sostiene y fomenta esas rivalidades», y aquí por administración debemos entender, él mismo. Describe con amaneramiento profesional las distintas categorías de prisioneros, interpolando en el antiguo desprecio inoportunos apostrofes de hipócrita piedad retrospectiva. Mejor los políticos que los criminales comunes, mejor los gitanos («confiados como niños») que los homosexuales; los prisioneros de guerra rusos son brutales, y en cuanto a los judíos, nunca le gustaron.
Precisamente es en el tema de los judíos donde sus disparates llaman más la atención. No se trata de un conflicto: no es que el adoctrinamiento nazi choque con una nueva y más humana visión del mundo. Sencillamente, Höss no ha entendido nada, no ha superado su pasado, no se ha curado: cuando afirma (y lo dice a menudo) «ahora me doy cuenta [...] ahora he comprendido que [...]», miente a todas luces, como mienten hoy casi todos los «arrepentidos» políticos y quienes expresan su pensamiento con palabras en lugar de hacerlo con hechos. ¿Por qué miente? Quizá para dar una mejor imagen de sí mismo; quizá sólo porque sus jueces, sus nuevos superiores, le han dicho que las opiniones correctas ya no son las de antes sino otras distintas.
Precisamente el tema de los judíos nos permite comprobar cuánto ha pesado sobre Alemania la propaganda de Góbbels, y qué difícil es, incluso para un individuo complaciente como Höss, borrar sus efectos. Höss admite que los judíos estaban «bastante» perseguidos en Alemania, pero se apresura a señalar que su entrada masiva en los Lager fue perniciosa para el estado moral de éstos: los judíos, como se sabe, son ricos y con dinero se puede corromper a cualquiera, incluso a los honradísimos oficiales de las SS. Pero el puritano Höss (que en Auschwitz había tenido a una prisionera como amante y había procurado librarse de ella mandándola a la muerte) no está de acuerdo con el antisemitismo pornográfico del Stürmer de Streicher: este periódico «causó muchos males», no benefició en nada al «antisemitismo serio»; aunque no debe asombrarnos, dado que, improvisa Höss, era «un judío quien lo dirigía». Fueron los judíos los que difundieron (Höss no se atreve a decir «inventaron») las noticias sobre las atrocidades en Alemania, y por eso es justo castigarlos; pero Höss, el virtuoso, discrepa con su superior Eicke, que pretendía acabar con la diera [sic] difusión de rumores con el inteligente sistema de los castigos colectivos. La campaña sobre las atrocidades, anota Höss, habría proseguido «aunque se hubiese fusilado a centenares o millares de judíos»; la cursiva de ese aunque, gema de la lógica nazi, es mía.
En el verano de 1941, Himmler le comunica «personalmente» que Auschwitz será algo distinto de un lugar de aflicción: debe ser «el mayor centro de exterminio de todos los tiempos»: él, con sus colaboradores, debe apañárselas para encontrar los medios técnicos necesarios para conseguirlo. Höss no pestañea: es una orden como las demás, y las órdenes no se discuten. Ya se han llevado a cabo experiencias análogas en otros campos, pero los fusilamientos masivos y las inyecciones letales no son convenientes, hace falta algo más rápido y seguro. Sobre todo, es preciso evitar «los baños de sangre», porque desmoralizan a los ejecutores. Después de las acciones más sangrientas algunos SS se suicidan, otros se entregan a la bebida; para salvaguardar la salud mental de los soldados es preciso algo aséptico e impersonal. La asfixia colectiva mediante los gases de combustión de los motores es un buen comienzo, pero debe ser perfeccionada: Höss y su segundo tienen la genial idea de emplear el Cyclon B, el veneno que se usa para matar las ratas y las cucarachas, y todo va a las mil maravillas. Höss, después del ensayo efectuado con 900 prisioneros rusos, siente una enorme «tranquilidad»: el asesinato masivo ha ido bien, tanto en cantidad como en calidad; nada de sangre, nada de traumas. Entre ametrallar gente desnuda al borde de la fosa que ella misma ha cavado y verter el contenido de una lata de veneno en un conducto de aire hay una diferencia fundamental. Su máxima aspiración ha sido alcanzada: su profesionalidad está demostrada, es el mejor técnico en matanzas. Sus envidiosos colegas han sido derrotados.
Las páginas más repugnantes del libro son aquellas en que Höss se demora en describir la brutalidad y la indiferencia con que los judíos encargados de la retirada de los cadáveres cumplen su trabajo. Representan una acusación inmunda, una denuncia de complicidad, como si aquellos infelices (¿no eran «ejecutores de órdenes» también ellos?) pudieran cargar con la culpa de quien los forzaba a hacer lo que hacían. El nudo del libro, y su embuste menos creíble, es cuando Höss afirma que, ante la matanza de niños, «sobrecogido de piedad, habría preferido desaparecer, pero no me estaba permitido manifestar la mínima compasión». ¿Quién le habría impedido «desaparecer»? Ni siquiera Himmler, su jefe supremo, que, pese a la reverencia que Höss le tributa, asoma en estas páginas como demiurgo y también como idiota pedante, incoherente e intratable.
Ni siquiera en las últimas páginas, que adquieren el tono de un testamento espiritual, Höss consigue mitigar el horror de cuanto ha cometido y sincerarse: «Ahora comprendo que el exterminio de judíos fue un error, un error total» (nótese, no «un crimen»). «De nada sirvió a la causa antisemita; por el contrario, permitió al judaísmo acercarse a su objetivo final». Poco después afirma que se «estremece» cuando oye hablar «de las espantosas torturas aplicadas a los prisioneros de Auschwitz y otros campos»: si pensamos que quien escribe esto ya sabe que morirá en la horca, quedamos atónicos ante su obstinación en mentir hasta el último aliento. La única explicación posible es ésta: Höss, como todos sus congéneres (no sólo alemanes: pienso también en las confesiones de los terroristas arrepentidos), se ha pasado la vida haciendo suyas las mentiras que impregnaban el aire que respiraba y, por lo tanto, mintiéndose a sí mismo.
Podemos preguntarnos, y ciertamente alguien se lo preguntará, o lo preguntará, si hay motivo para reeditar este libro hoy, a cuarenta años del fin de la guerra y treinta y ocho de la ejecución de su autor. En mi opinión existen al menos dos motivos.
El primero es contingente. Hace pocos años comenzó una operación insidiosa: el número de las víctimas de los campos de exterminio habría sido muchísimo menor de cuanto afirma «la historia oficial»; en los campos jamás se habría usado gas tóxico para matar a seres humanos. En ambos puntos el testimonio de Höss es completo y explícito: en el caso de que lo hubieran obligado a ello, como pretenden los «revisionistas», no se entendería una formulación tan precisa y articulada, y con tantos detalles coincidentes con los testimonios de los supervivientes y los hallazgos materiales. Höss miente a menudo para justificarse, pero nunca sobre los datos que aporta; es más, parece orgulloso de su obra como organizador. Tendrían que haber sido muy sutiles, él y sus pretendidos mandantes, para urdir de la nada una historia tan coherente y verosímil. Las confesiones arrancadas por la Inquisición, o en los procesos de Moscú de los años treinta, o en las cazas de brujas, tenían un tono muy distinto.
El segundo motivo es esencial y de validez permanente. Hoy se derraman muchas lágrimas sobre el fin de las ideologías. Me parece que este libro demuestra, de manera ejemplar, a qué puede conducir una ideología que es aceptada con la radicalidad con que los alemanes asumieron las ideas de Hitler, y de los extremistas en general. Las ideologías pueden ser buenas o malas; es bueno conocerlas, compararlas y tratar de valorarlas; es siempre malo comprometerse con una, aunque se adorne con palabras respetables como Patria y Deber. Adonde conduce el Deber ciegamente aceptado, es decir, el Führerprinzip de la Alemania nazi, lo demuestra la historia de Rudolf Höss.

PRIMO LEVI
Marzo de 1985
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