por bitacora » 31 Ago 2016, 18:59
Os dejo una pequeña reseña del libro. Lo prometido es deuda.
Cuando no tienes ni veinte años, ni tres días de viaje en uno de aquellos “borregueros” de madera que se arrastraban con parada en todas las estaciones, apeaderos y charcos te quitan esa ilusión. Llegas a destino, pisas el andén… te ves envuelto en una bulliciosa masa de viajeros, entre los que destacaban marineros vestidos de blanco con el lepanto girando entre los dedos.
Y notas en el interior un estremecimiento al sentir que tu vida ya no será la misma. Tu soñado deseo de poder hacerte a la mar se vería cumplido mucho antes de lo que esperas, pues allí mismo y a escasa distancia te esperan tres mástiles con vergas cruzadas, que en breves días después de finalizar el período de instrucción, inflarían sus velas y pondrían rumbo muy lejos del hogar.
Días antes aguardaba inquieto, sentado en el duro banco de madera del vagón de tercera clase, la hora de partida desde su pueblo natal. El tren al comenzar a moverse parecía vomitar humo y fuego, dejando lentamente atrás el familiar entorno del joven, repleto de naranjos y limoneros que después de haber dado ya su fruto cubrían el campo de vistosos colores tamizados por el verdor de sus hojas. Va quedando atrás el campanario de la iglesia, rodeado de incontables casas encaladas de blanco con sus resplandecientes tejados rojizos, que aún en la distancia podía reconocer individualmente. A los pocos minutos, con lágrimas en los ojos, apenas distinguía del núcleo urbano un punto blancuzco entre las copas de los verdes árboles, y al fondo la montaña. Al girar la cabeza hacia la dirección del viento, el aire enjugó rápidamente sus húmedas mejillas notando como si diminutos cristales de sal le quemaran el rostro. Es lo que tiene ser joven.
Después de un incesante deambular por las calles ferrolanas, ya al ocaso del día, decidió dirigirse al cuartel. Era noche cerrada cuando a los recién llegados se les ordenó formar en el patio de armas...
A la llegada al buque
Era un día lluvioso, plomizo y triste. Llegamos con la bajamar. Lo primero que veías era la arboladura, como surgiendo de las aguas. Al acercarse descubrías el casco, blanco, que se ocultaba tras el grisáceo muelle de hormigón. La borda del bricbarca estaba a la misma altura que la superficie del espigón, por lo que la plancha de acceso quedaba horizontal. No nos costó esfuerzo alguno adentrarnos en su cubierta de madera, cuyo embreado de color negro recubría el calafateo, separando levemente sus tablas de cedro, abarrotada de adujas, cabilleros, motones, cáncamos, y un sinfín de accesorios y cabuyería, desconocidos hasta entonces para nosotros, y que pasado el tiempo serían tan usuales en nuestra nueva vida.
El buque nos parecía tan sombrío como el entorno de la Ría ferrolana, cuya superficie del agua sólo mostraba el chispear incesante de minúsculas gotas de agua que en su lloro dejaba caer el cielo. En esos instantes recordados una y cien veces en mi cabeza, el silencio fue roto por el penetrante y agudo sonido del silbato del contramaestre de guardia, que acompañado con un reducido grupo de la guardia militar, procedían al arriado de la bandera.
Una sensación agridulce me recorrió la garganta bajando voraz y estrepitosamente hasta la boca del estómago, agolpándose dentro de mí las imágenes de mis familiares y amigos de los que sólo me separaban unas horas, y a los que no volvería a ver en mucho tiempo. Pasados esos momentos, uno a uno fuimos desfilando con el petate a cuestas dejando atrás el espigón del muelle, y tras entrar en un edificio de ladrillo, granito y cemento pintado de blanco, se nos indicó que en la segunda planta esperaban ávidas por acogernos, las taquillas y literas, cuya asignación se iba a realizar antes de la tardía cena que sería servida en el sollado, a proa del buque.
A pesar de los apodos que llevábamos cada uno del cuartel de instrucción de San Fernando, casi ninguno de ellos trascendió al nuevo destino. Parece ser que casi todos se quedaron en tierras gaditanas, aunque inevitablemente volverían a surgir nuevos calificativos.
Al caer la tarde, la incesante lluvia dejó de ser protagonista y entre las nubes hizo aparición un tímido sol crepuscular, que poco a poco y con un tono rojizo abandonó definitivamente el cielo.